domingo, 27 de septiembre de 2009

Huye


Salí a la calle y empecé a correr lo más rápido que pude. Sentía que había algo que vibraba en mi interior y necesitaba ahogarlo. Una gran luna llena iluminaba una ciudad sombría y desierta, por la que yo corría sin rumbo, desesperado. Mis pies chocaban estrepitosamente contra el asfalto, rompiendo con cada golpe el silencio de la noche, sentía que mi respiración jadeante podría escucharse por toda la ciudad, pero no me importaba.

Tenía la mente en blanco, no pensaba en nada, sólo un extraño instinto me empujaba a seguir con la carrera. Pasé por callejones que nunca antes visité, a toda prisa, como si huyera de algo, pero sin mirar atrás. Quizás sólo quería escapar de mí mismo, y cuando ese pensamiento inundaba mi mente, apretaba el paso. Mi corazón latía violentamente contra mi pecho, tanto que incluso me hacía daño. Las plantas de mis pies ardían como si estuviera pisando carbón al rojo vivo, pero no podía parar. Corrí y corrí sin detenerme durante un tiempo que nunca pude calcular, pues todo a mi alrededor se movía demasiado deprisa.

Seguí sin rumbo hasta que llegué a una playa, también desierta, y salté a la arena. En ese momento ya había perdido la noción de mi cuerpo y sentía que no podía controlar ya mis movimientos. Las olas rompían contra la orilla de forma violenta y el ruido que producían lograba superponerse al de mis pensamientos, que cada vez gritaban con más fuerza. Me dirigí de manera instintiva hacia el mar y me adentré en el agua, hacia el fondo, trotando para esquivar las olas hasta que no tuve más remedio que comenzar a nadar. Mis manos golpeaban bruscamente el agua, salpicando de manera exagerada y dejando tras de mí un largo rastro de espuma. En aquél momento mis fuerzas empezaron a flaquear y al cabo de un tiempo desfallecí, a unos 500 metros de la orilla, en mitad de la noche, en un mar alumbrado por una gigantesca luna llena, a la que desde mi posición observaba, mientras me hacía consciente de mi destino.

Mis párpados comenzaban a cerrarse, estaba a punto de desmayarme abatido por el cansancio. En ese instante escuché un ruido, me di cuenta que alguien nadaba hacia mí, a toda prisa.

Cuando desperté estaba tumbado en la playa, con las ropas mojadas, alejado de la orilla donde seguían rompiendo las olas. La persona que me salvó estaba de pie a mi derecha, vislumbraba su figura como una sombra borrosa. Poco a poco mis ojos volvieron a ver con claridad y pude distinguir el rostro de una mujer, alumbrado por la luz de luna. Se dirigió dulcemente hacía mí.

-¿Estás bien?

- Sí, gracias a ti. ¿Cómo me viste?

- Te encontré por casualidad. ¿Por qué nadabas a estas horas de la noche?

- Quería llegar a la luna - respondí.

- ¿Nadando? - preguntó extrañada -. No puedes llegar a la luna a nado, tú sólo te dirigías a su reflejo en el mar.

- Lo sé, pero soy consciente de que nunca podré llegar a tocarla realmente. Es más, si sintiera que existe la más remota posibilidad, una entre un millón, si abrigara el más mínimo ápice de esperanza de que pudiera, por un instante al menos, rozar su superficie con la yema de mis dedos, entonces se esfumaría hasta el más mínimo deseo de llegar hasta ella, es precisamente su naturaleza inalcanzable lo que la hace ser anhelada. Por eso, alguien como yo debe saber conformarse con su simple reflejo en el mar, aunque con ello sólo consiga morir ahogado.

Se hizo el silencio durante un instante.

- ¿Es por eso por lo que huyes? - preguntó finalmente.

No contesté, pero quizás ella no esperara respuesta.

Se sentó a mi lado, sin decir nada, y pude experimentar una sensación de descanso y alivio. Se marchitó la necesidad de huir que antes invadía mi cuerpo. Me sentía relajado y al fin podía descansar. Cuando se acercó un poco más a mi pude ver que sujetaba cadenas en las manos y sobresaltado me incorporé de repente. Ella también se levantó, me miraba extrañada, como si no se diera cuenta de lo que tenía entre manos y le colgaba hasta el suelo. Nos miramos en silencio, encarados, yo estaba inquieto, atemorizado; mientras en su mirada se podía leer preocupación e incertidumbre. Caminaba de espaldas, alejándome de aquellas cadenas lentamente, mientras ella se compadecía de mí con la mirada. De nuevo nació en mí ese impulso que me obligaba a huir, de repente di media vuelta y comencé a correr.

A unos veinte metros paré, confundido, y volví a mirar hacia atrás, ella seguía allí, mirándome en la penumbra, quieta, con las cadenas en las manos. Esos grilletes que te encadenan a la rutina, a la monotonía; y te encierran en una celda de conformidad desde la que sólo puedes contemplar la luna tras unos barrotes y nunca más vuelves a intentar alcanzarla, hasta que te olvidas de ella. Sin decir nada dirigí de nuevo mi vista al frente y proseguí con mi marcha, huyendo hacia el horizonte. Nunca más volví a mirar atrás.

“¿Es posible conseguir descanso sin tener que sentir el frío y áspero tacto de las cadenas en las muñecas?”, me preguntaba mientras corría, pero no esperaba respuesta.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Al fin el fin

Nunca el tiempo pasó tan deprisa. Aún sigo pensando a dónde ir, aún no me he decidido, pero ya he empezado a andar y los pasos que he dado no se pueden recuperar, las huellas que he dejado no se pueden borrar.

Temo lo nuevo; las nuevas promesas, los nuevos caminos, las nuevas miradas… Temo lo eterno; las promesas eternas, los caminos eternos, las miradas eternas. Tengo miedo al cambio y a la monotonía.

Sólo soy un muñeco de trapo en el suelo al que las patadas de los transeúntes decidieron dónde ir.

domingo, 13 de septiembre de 2009

El tiempo se consume y mis manos están llenas de ceniza


Siéntate y escucha sus pasos que se alejan. Cierra los ojos para no ver cómo tu sonrisa se te escapa de entre los dedos, acariciándolos por última vez. Siente de nuevo ese cosquilleo viajando desde las yemas hacia el brazo y congelándose en un escalofrío eterno que camina lentamente por tu cuerpo, helándote la sangre.

Siéntate y observa cómo tu vida se despide. Sufre el silencio que deja al marchar, rememora una y otra vez sus pasos y aquella última caricia, vuelve a sonreír.

Sonríe.

Con la mirada fija en el horizonte.